
Le temps qui reste (traducida en España como El tiempo que queda) es una maravillosa película que relata los últimos días en la vida de Romain (Melvil Poupaud), un joven fotógrafo de moda. Casi al empezar, Romain recibe inseperadamente la noticia de que tiene un cáncer avanzado y reacciona primero con amargura para pasar poco a poco a aceptar su situación con gran serenidad.
En lugar de caer en lugares comunes, el director consigue planos muy originales, escenas realmente conmovedoras que se suceden aquí y allá, con una sensibilidad que llega al espectador como auténtica. Al principio la noticia actúa como un mazazo para él, lo que le hace entrar en conflicto con su familia, su pareja, y consigo mismo, hasta que poco a poco, en parte por la irrupción de una mujer (Valeria Bruni)que le pedirá un favor inesperado y bastante especial, va cerrando heridas y reconciliándose con su destino.
Lo más curioso de la historia es que nos conmueve sin hacer ruido, sin apenas cargar las tintas, enfocando la narración más con silencios y miradas que con obviedades. Esa sobriedad dramática, con toques minimalistas, logra conmovernos sin artificiosidad, lo cual es un gran mérito. Son pequeños gestos los que nos hacen identificarnos con el personaje, reacciones que nos convierten en sus cómplices en ese duro trance.
La escena final es perfecta.
François Ozon de nuevo vuelve a dar en la diana, como casi siempre, y demuestra su capacidad para contar todo tipo de historias y afrontar diferentes géneros con maestría. Esta película es de 10.